La aprehensión del General Cienfuegos en octubre de este año en los Estados Unidos fue un evento lamentable por muchas razones, que podría haber sembrado una situación conflictiva entre los dos gobiernos. Sin embargo, sorpresivamente, en noviembre el gobierno norteamericano desistió de enjuiciar al General, lo que llevó a su devolución a México. Independientemente de la culpabilidad o no del acusado, al menos al nivel de las relaciones bilaterales se evitó un conflicto con los vecinos del norte.
No puedo entrar aquí a revisar otras consideraciones sobre las implicaciones de lo ocurrido. Me interesa en especial la rápida aprobación de una ley para regular la actividad de los agentes extranjeros en México.
El tema es espinoso, porque nadie duda de la necesidad y conveniencia de evitar intromisiones externas, no convenidas ni negociadas, en la vida nacional, ni tampoco la necesidad de evitar que agencias extranjeras operen en México sin respetar la legislación nacional.
Por cierto, hasta donde se puede advertir, los últimos cambios introducidos el 10 de diciembre por el Senado de la República a la iniciativa original de Ley de Seguridad Nacional, reconocieron la necesidad de confidencialidad de la información conseguida por agentes extranjeros en México.
Para mí el tema más delicado en esta legislación es la decisión de mantener andando –o bien reducir– la cooperación entre los dos gobiernos en materias de seguridad nacional. Desde los años noventa se ha avanzado en el funcionamiento de múltiples mecanismos de cooperación y de diálogo con esas agencias, como parte de una creciente interdependencia entre los dos países puesta en marcha a partir del TLC. En ese universo, ciertamente la relación con la DEA ha sido la más complicada, y esa agencia ha sido la que ha actuado de forma más agresiva en México.
Pero ninguna agencia policial ni de inteligencia puede entregar informes mensuales a los gobiernos de los países en los que operan. Piénsese si los miembros de agencias mexicanas de seguridad que trabajen en otros países con protección diplomática, incluyendo a los miembros de la FF AA o de la Guardia Nacional, estarían dispuestos a entregar informes periódicos al gobierno del país en que residen. En cambio, lo conveniente es intercambiar información útil para los dos países, en una relación de confianza, siempre y cuando esa información sea confidencial.
No se puede poner en duda es la necesidad de mantener la cooperación bilateral: hay al menos cuatro rubros en los cuales es necesario mantener y profundizar esa colaboración: las acciones en los dos países contra el crimen organizado, las políticas migratorias, el control del tráfico de armas hacia México y la vigilancia contra la entrada en ambos países de miembros de grupos terroristas internacionales.
Es claro que la política mexicana de seguridad nacional se debe definir de acuerdo con los intereses de corto y largo plazo del país, pero es inconcebible aplicar esa política de forma aislada ante el exterior. Y esto es válido tanto con el vecino del norte, como con Centroamérica. No es el momento de regresar la vieja ideología nacionalista de la revolución mexicana ni la del priismo de los años sesenta. La defensa de la soberanía nacional se debe adaptar a un mundo globalizado, porque aplicada de forma radical, lleva a la confrontación (en este caso con los EE. UU.) y al aislamiento del país en el mundo.
No creo que exista alguien que crea que la política mexicana contra la delincuencia organizada ha sido hasta ahora exitosa. Vamos, ni siguiera precisa o suficiente. Volver al unilateralismo sería perjudicial para todas las partes: baste recordar la época en que los Estados Unidos podían “descertificar” las acciones de cualquier país, si en su opinión no cumplía con ciertas exigencias de control de drogas.
Los dos países deben unir fuerzas contra el poderoso verdadero adversario, el crimen organizado, y para ello se requieren de políticas nacionales e internacionales con objetivos claros y recursos necesarios. No es sencillo, pero no hay otro camino.
