Escasas ocasiones en la historia política de los Estados Unidos –tal vez nunca– ha ocurrido que un presidente saliente no sólo se niegue a aceptar que perdió las elecciones, sino que dedique tantos esfuerzos para demostrar que la elección fue fraudulenta. Al tratar de movilizar al sistema judicial y a los funcionarios estatales de los estados que finalmente le dieron el triunfo a Biden para nulificar el voto popular, Trump y sus abogados están en el borde de un golpe de Estado.

¿Por qué hacer esto si van a fracasar y lo saben? La respuesta es difícil de entender, pero a mi parecer, lo que está haciendo Trump es colocarse como la cabeza indiscutible de la derecha norteamericana, para sabotear en los siguientes cuatro años al gobierno demócrata, y regresar como candidato a la presidencia en 2024, o en última instancia imponer un candidato a su modo y gusto.

Y tiene buenas bases para lograr esto. Ante todo, los 74.1 millones de votos que obtuvo en las elecciones de noviembre, diez millones más que hace cuatro años (Biden obtuvo 81.2 millones). La hazaña es impresionante después de un gobierno caótico, demagogo, personalista, ignorante de la política internacional (y de la ciencia) y agresivo con sus aliados tradicionales; finalmente incapaz de organizar una política pública eficiente contra la actual pandemia.

Lo abogados de Trump han pedido la renuncia del Secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, republicano que encabeza el sistema electoral local, y Trump lo ha llamado “un desastre”. Trump ha solicitado al gobernador de Georgia, Brian Kemp, su antiguo aliado y protegido, que no se acepten los resultados electorales, lo cual ni siquiera está en las facultades legales del gobernador.

Esto no toma en cuenta que a los republicanos les fue muy bien en el estado a nivel local, y no les conviene declarar a las elecciones fraudulentas sólo por la conveniencia del Presidente. Además, pasa por alto que en Georgia se llevará a cabo en enero una elección extraordinaria de dos senadores, que decidirán el futuro del control de la Cámara Alta, con el mismo sistema electoral que ahora está siendo criticado.

Por otra parte, el Fiscal Bill Barr, hasta ahora un incondicional del presidente, con un ojo en el calendario y en su propio futuro político, ha declarado que no se han encontrado pruebas de fraude electoral. Barr podría ahora ser cesado por esto.

Enmedio de este caos, hay un dato decisivo: desde el día de las elecciones la campaña por el fraude de Trump ha recaudado 207.5 millones de dólares. Su equipo de campaña ha solicitado donaciones a sus simpatizantes, supuestamente para financiar los elevados gastos legales que implican las docenas de denuncias de fraude en los distintos estados, mismas que han fracasado hasta ahora (New York Times, 3 de diciembre, 2020).

El 75% de esos recursos están destinados a un comité de acción política (PAC) formado por Trump después del proceso electoral –el resto va a las arcas del Parido Republicano, y nadie en ese partido está protestando por este inesperado flujo de dinero. Los donadores incluyen a empresarios conservadores, muchos de los cuales son petroleros y algunos son tejanos, beneficiados por las políticas antiecológicas del Presidente. 

El dato es significativo y muestra porqué los republicanos siguen a Trump en su actual locura, y lo reconocen como el líder indiscutible de su partido y de su movimiento conocido como MAGA (Make America Great Again).

Al mismo tiempo, National Public Radio informó el 3 de diciembre que Trump está amenazando con vetar la iniciativa de ley que aprueba los gastos para el Departamento de Defensa, debido a que incluye una disposición que protege a las grandes compañías tecnológicas de denuncias de sus usuarios. Trump supone que dichas compañías son sus adversarios y no deberían gozar de esta protección.

El asunto suena obscuro (e irracional), pero un posible veto del Ejecutivo pondría en riesgo las inmensas asignaciones presupuestales al gasto militar del país. Esto, independientemente de que el gobierno de Trump termina el 14 de diciembre, en que el Colegio Electoral elige al nuevo Ejecutivo. La iniciativa ha sido ya aprobada por los dos partidos, y además no tiene nada que ver con el gasto militar mismo. Aparentemente, la salida a este dilema es retrasarlo hasta el cambio de presidente.

Es decir, que Trump se comporta como si hubiera sido reelecto, y muchos temen qué otras medidas descabelladas pueda tomar en las largas siete semanas que le quedan en la Casa Blanca.