Nos enfrentamos a las elecciones más violentas de la historia reciente del país. Hace 100 años y en plena revolución, el asesinato de candidatos y políticos se volvió cosa de todos los días. Hoy, y a pesar de, supuestamente, estar en paz, la violencia vuelve a tomar el control de los comicios ya no sólo metiéndose en las campañas y amedrentando a candidatos, sino que se ha rebasado esa línea donde el crimen organizado fingía que respetaba a la autoridad y la autoridad fingía que no tenía nexos con ellos. Eso se ha borrado para dar pie a una escalada de intimidación nunca vista.
88 políticos asesinados en lo que va de la contienda electoral, 34 de ellos eran candidatos para ocupar un puesto de elección popular. Esto lo único que refleja es que, sin lugar a duda, el crimen organizado se siente muy cómodo desde una posición en la que ha superado a las instituciones gubernamentales de todos los niveles.
En el ámbito local no hay mucho qué hacer, pues no existe si quiera un plan de acción que pueda detener los embates hacia los municipios y localidades alejadas, muchas de ellas hoy propiedad de narcotraficantes que operan con toda libertad, imponiendo sus leyes y reglas. Poblados abandonados a su suerte sin que haya una luz que ilumine su desgracia.
En lo estatal la cosa tampoco pinta bien. Reportes del narcotráfico infiltrado en las policías estatales son el cuento de cada día. Los gobernadores en turno o parecen estar alineados con ellos o maniatados, imposibilitados para ejercer alguna acción que lleve la tranquilidad a los ciudadanos. Por mencionar un dato, el Cartel Jalisco Nueva Generación, tiene presencia en 23 estados de la república, lo que nos dicta la gran fuerza operativa de este grupo y el poderío con el que se mueven libremente, en complicidad con autoridades.
En lo federal la situación sigue el mismo rumbo. La estrategia de “abrazos y no balazos” impuesta por el presidente sigue sin dar frutos. Su “visión” cristiana de poner la otra mejilla sólo ha generado que estos grupos se empoderen pues saben que desde el ejecutivo no se les va a castigar. Desde una percepción infantil, López Obrador creyó que su sola presencia bastaría para detener la violencia. El resultado: en los casi tres años de su gobierno, ha duplicado la cifra de muertos que Peña Nieto en todo su sexenio. Esto es un fracaso gubernamental.
El problema de todo esto ya ni siquiera es la normalización de la violencia y ver cuerpos tendidos en la calle un día sí y el otro también, sino la indolencia con la que se maneja el presidente al no querer ver que esto se ha desbordado. Sigue pensando que las cosas van bien, lo que le impide cambiar de estrategia y por ende, mejorar la seguridad. Cuando se tiene a un enfermo que no quiere ver su enfermedad, es imposible curarlo. Y en este escenario nos encontramos, un ejecutivo que no quiere aceptar la realidad y por el contrario minimiza las cifras.
México enfrenta un problema de inseguridad y violencia que hoy ha pegado en las altas esferas del gobierno. Ojalá esto terminara con las elecciones, sin embargo, el escenario es más que desalentador, pues a pesar de los resultados electorales y gane el partido que sea, una cosa es clara: no se cambiará de estrategia, se seguirán menguando las cifras y se cerrarán los ojos ante una realidad imbatible.
Si 88 políticos no son suficientes para visualizar la vorágine que estamos viviendo, mucho menos importaran aquellos cuyos nombres pasan a ser una estadística más.
