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Francisco Xavier Martínez Esponda

Francisco Xavier Martínez Esponda

Licenciado en Derecho por la Universidad Iberoamericana (2002-2006) con mención honorífica y Maestro en Ecología Tropical por parte del Centro de Investigaciones Tropicales (CITRO) de la Universidad Veracruzana (2014), con mención Honorífica. Ha colaborado como abogado en Litiga, Organización de Litigio Estratégico de Derechos Humanos A.C. (Litiga OLE) y en el Centro Mexicano de Derecho Ambiental, A.C. (CEMDA) ha sido director regional de la oficina Golfo de México (2013-2016) y actualmente se desempeña como director operativo. Una de sus las líneas principales de trabajo son los derechos humanos de los pueblos indígenas y comunidades equiparables, el patrimonio biocultural y la construcción del Estado pluricultural en México.

La fiesta de los incendios

¿Sintieron el sol abrasador de abril y mayo? ¿Qué efectos tuvo en sus comunidades? En mi caso, y eso que vivo en una de las regiones más llovederas del país, la tierrita estaba resquebrajada, cuarteada. Cuando caminabas podías escuchar cómo el pasto crujía al quebrarse. En casa nos vimos en la necesidad de salir casi al anochecer a regar la milpa con el agua almacenada durante el año, pues el maíz se estaba achichinando. Al final, en la mente de todos emergió el recuerdo del incendio de hace dos años en los bosques de la montaña, y sí, el temor colectivo se materializó, a los pocos días un incendio abrasaría 200 hectáreas de bosque. Hubo que solidarizarse, socorrer a los brigadistas, ser brigadista.

Durante esos días en que el país hervía, hablé con un par de amigas de Morelos y Chihuahua y la cosa estaba igual o peor. Viajé al altiplano y los suelos sedientos eran erosionados por un viento implacable, el horizonte se había tornado en una nube marrón. Yo sentí que mi corazón también lo erosionaba aquel viento. Mi amiga de Chihuahua durante nuestra llamada telefónica sintetizó de maravilla la situación, ella me dijo: estamos en la fiesta de los incendios. Claro, en verdad que estábamos asistiendo a tal mitote, la cosa es que nosotros éramos los organizadores, no los invitados, pues aquellos fuegos (que yo podía ver en la montaña desde la entrada del pueblo donde vivo) eran responsabilidad nuestra y evidenciaban la violencia estructural y la inequidad en la que hemos edificado nuestro país.

Me explico, durante abril y mayo los ríos que corren por mi comunidad se contrajeron al máximo, a tal grado que era difícil reconocerles, y si uno iba a la siguiente comunidad río abajo se encontraría con el lecho seco, solo unos charcos por aquí y por acá. ¿Dónde estaba el agua? Era estiaje y era de esperarse la reducción del caudal, pero una cosa es que haya menos agua y otra es que el río esté seco. Resulta que a estos ríos se les ordeña para llevar el vital líquido a la capital del Estado, es decir, que existe un sistema que puede dejar sin agua a las comunidades y a los ecosistemas para favorecer a las personas que viven en las urbes, este sistema además se da el lujo de perder grandes volúmenes de agua en fugas, no da tratamiento a las aguas residuales y lo que es peor, altera la forma de vida de las comunidades a las que les quita el agua, sin que medie alguna forma de reconocimiento y/o retribución. Me asombra y entristece cuando uno pregunta por las calles de la ciudad si saben de dónde viene el agua que beben y usan para las tareas domésticas.

Sí, en el manejo del agua en México existe un problema de violencia estructural, pues el andamiaje jurídico legitima a la autoridad para tomar una serie de decisiones que privilegian a los ámbitos urbanos sobre los rurales y los ecosistemas. Uno de los aspectos más preocupantes de esta violencia es que las personas que se benefician de estos sistemas de trasvases, que se han construido a lo largo y ancho de la República, dan por sentado su privilegio, no miran y no se responsabilizan de su relación con el agua. Entonces, si a mí me preguntan si las autoridades tienen legitimidad para dejar secos los ríos que cruzan por mi comunidad, la respuesta es “no”. Nadie tiene derecho a causar daño al otro, las comunidades y los ecosistemas tienen el derecho a ser ellos mismos.[1]

El sistema que hemos construido es un perpetuo organizador de fiestas para los incendios (el cambio climático es hijo de la articulación de todos estos sistemas en el plano mundial) y estos son una alegoría, un símbolo, para nombrar a la violación cotidiana y sistemática de derechos humanos y de la naturaleza.

Por fortuna en ocasiones las lluvias se adelantan y nos ayudan a paliar los efectos del estiaje. Y este año, en el mes de marzo tuvo lugar una de esas lluvias que limpian y alegran el corazón, y es que el Tercer Tribunal Colegiado de Circuito en Materia Administrativa en Puebla dio la razón al pueblo masewal, resolvió confirmar que se deben de cancelar las concesiones mineras de Atexcaco I, Atexcaco II y Macuilquila, que se ubican en los municipios poblanos de Cuetzalan, Tlatlauquitepec y Yoanahuac por haber sido expedidas en violación de los derechos fundamentales de este pueblo.[2]

Después de siete años y medio de litigio y peregrinar se hizo justicia, el Tribunal siguiendo la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos[3], transformó el paradigma imperante en torno a la minería pues afirmó que en el caso de traslape entre los territorios de los pueblos originarios y los intereses mineros, el artículo 27 constitucional tiene que ser interpretado en conjunto con los artículos 13 y 15 del Convenio 169 de la OIT, esto significa que la expedición de concesiones mineras ya no es una potestad única de la Secretaría de Economía, sino que es una decisión compartida con el pueblo de que se trate y por lo mismo, la autoridad deberá obtener su consentimiento previo, libre e informado. El Tribunal explicó que la minería representa para la comunidad donde se aloja una carga muy pesada de sobrellevar pues se trata de proyectos a gran escala, cuyos efectos son el traslado del control del territorio del pueblo a la empresa, así como el desplazamiento indebido del proyecto colectivo de vida de la comunidad.

En otras palabras, la Ley Minera articula un sistema que legitima la violencia estructural hacia pueblos y comunidades. La Ley Minera, al igual que la Ley de Aguas Nacionales, es una máquina con la capacidad de generar incendios constantemente. En el fondo de nuestros problemas siempre está la violencia estructural, si hay inequidad es porque hay un sistema que favorece que vivamos perpetuamente en la fiesta de los incendios.

Después del estiaje vienen las lluvias, que termine esta terrible fiesta. Para enfiar la tierra este mes, el Consejo Masewal Altepetajpianij y las y los abogados de CEMDA que participamos en el caso contra las concesiones mineras referidas, acudiremos a la asamblea del pueblo masewal a entregar la sentencia, a sentir la satisfacción del deber cumplido y a gritar a los cuatro rumbos, que el territorio del pueblo masewal es libre de minería.

Colaboró María Isabel Noriega Armella.


[1] Sobre esta cuestión les recomiendo leer el libro “Guardianes del Agua. Un cuento en torno a las desigualdades en el acceso al agua”, publicado por la Fundación Heinrich-Böll.

[2] https://www.cemda.org.mx/pueblo-masewal-gana-lucha-en-contra-de-la-mineria/

[3] En concreto el Tribunal utilizó la sentencia del caso Saramaka vs Surinam de la Corte Interamericana, esta decisión se encuentra disponible en: https://www.corteidh.or.cr/CF/jurisprudencia2/ficha_tecnica.cfm?nId_Ficha=288#:~:text=Surinam&text=Sumilla%3A,efectivos%20para%20cuestionar%20dicha%20situaci%C3%B3n.

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