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A veces necesitamos una limpia con ruda y mezcal

por | Dic 16, 2021

Tuve que empeñar mi última carta para evitar que el destino me ganara la partida. Tuve que recurrir a los recuerdos para no renegar del futuro. Tuve que recordar cuando mi madre me peinaba con jugo de limón antes de ir a la escuela. Tuve que hacer un recuento para soportar el último estirón del año.

Tuve una infancia algo complicada, no infernal pero tampoco idílica. Y hubo monstruos bajo la cama, miedos recurrentes, pesadillas habituales. 

Tuve una infancia a la que sobreviví con algunos traumas y muchas inseguridades. Tuve un sueño infantil que siempre me pareció inalcanzable: Ser astronauta y orbitar con los brazos abiertos frente a la luna. Me he conformado con ser un lunático que a ratos sigue soñando con imposibles o pidiéndole deseos a las estrellas fugaces.

Tuve una juventud que me causó fiebres, delirios de grandeza, espasmos de inexperiencia y me dejó infinidad de cicatrices como si me hubiera atacada la viruela. Tuve una juventud fantástica que me sonríe en todas las fotos que están desperdigadas entre las hojas de los libros que aún leo. 

Tuve un amor quemante, de esos que te consumen en muchos sentidos: de nervios, de pasión, de celos estúpidos, de ansiedad, de tanto querer, de extrañar, de deseo. Tuve un amor que ya no es. Tuve amores fugaces, otros que parecían eternos. Tuve algunos amores calmos y también tormentas que fingían ser remolinos. 

Tuve una enamorada que dormía desnuda y se desvelaba leyendo poemas de Jaime Sabines y Alfonsina Storni. Tuve una mujer que me primaveraba, mientras agosto llovía afuera como si estuviéramos en Macondo. Tuve en mis manos la felicidad de sus senos, la calidez de sus brazos mientras retozábamos. Tuve que dejarla ir para que no acabara odiando al cretino que me suplía en ese pésimo guión que escribió mi gemelo bipolar. 

Tuve que regalarle a ella una copia del poemario inédito de Dante Guerra, con una dedicatoria, antes de verla partir: «Tuve un corazón que empeñé/ intentando salir de un apuro./ Y no me dieron gran cosa por él,/ porque al parecer no era rentable,/ así que llegaste tarde a la subasta./ Tuve esa triste alma que destrocé,/ mientras me hacía el tipo duro,/ en brazos de una mujer adorable./ Así que de nada sirven las posdatas/ si tengo esta pendejez tan nefasta». 

Tuve que mandar a terapia a mis depresiones. Tuve que aplicarles electroshocks y colgarles una campanita en el cuello para que no me sorprendieran por la espalda cuando andaba más distraído. Tuve que dejar de fumar para que mis pulmones no se cuartearan como la tierra árida en la que nació y morirá el culero de mi padre, ese mismo que ya no fuma Raleigh pero que igual acabará chupando Faros. 

Tuve que votar por López Obrador para darme cuenta que tal vez nos equivocamos, que no era todo lo bueno que esperábamos. Seguimos creyendo que el nuestro puede ser un país mejor, pero cada quien debe poner su parte, observar y seguir siendo críticos. Tuve que ir al seguro popular para comprobar que la situación es apremiante. Menos recursos ponen en mayor riesgo a los más vulnerables. Y eso, queridos amigos, es una chingadera escrita con la pésima letra de un médico indiferente. 

Tuve que aguantar a una burócrata malencarada para darme cuenta que hay gente culera en todos lados. Igual tuve que dejarme inyectar por una enfermera amable para comprender que hay buenos profesionales que se parten la madre por un sueldo miserable. Tuve que ver morir a dos amigos cercanos para caer en cuenta que este corazón que tengo está forjado en barro y no en hierro. Tuve que entender, a golpes de dolor, que la fragilidad del ser humano se sostiene con una grapa oxidada. 

Tuve ganas de vomitar en la cámara de diputados, enfermo por tanto dinero dilapidado en una pandilla de vividores que poco hacen por este país que parece condenado a las cenizas. Tuve que llorar cuando vi a una ciclista arrollada por un imbécil que se pasó un alto. Tuve que imaginarla llegando a casa en silencio, con su tupper de ensalada sin abrir, diciéndole a su madre con la mirada que ya no la esperara a cenar nunca más.

Tuve que sentarme a mirar las aves en el parque y comprender la tristeza de su vuelo, intentando calcular cuántas idas y vueltas darán antes de caer aniquiladas por el monóxido de carbono. Tuve ganas de comprar alpiste y comerlo a puñados, con ganas de que no me toque caer en cualquier esquina como un gorrión ordinario. 

Tuve que sentarme a escribir unas cuantas líneas para no volverme loco por completo. Tuve que volver a confiar en mi instinto de supervivencia para mirar hacia el abismo. “Tuve que hacerme una limpia con mezcal Alacrán/ y un manojo de ruda cultivada en la azotea,/ para sacar de su letargo a este maldito corazón aferrado/ que suele quedarse como escarabajo bocarriba/ cuando lo acorralan los recuerdos”, escribiré en mi próximo libro de recetas para curar el desánimo.

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