Algunas semanas atrás, una noticia enterneció los espacios virtuales: el nacimiento de una cría de jirafa en el zoológico de Chapultepec. Pocas veces me he sentido tan conflictuada con una noticia: por un lado, el esfuerzo vital de la preservación de un animal en cautiverio en un bellísimo espectáculo de la naturaleza; por otro lado, esto conlleva a pensar en la terrible situación de la cría al nacer presa por el resto de su vida, como si fuese un objeto de admiración en su limitado corral. En palabras de John Berger, “el zoológico sólo puede desilusionar”.
Si bien la Declaración de los Derechos Animales cobra importancia como una iniciativa de reconocimiento de derecho universal, la redacción de un documento tan somero, como este, no alcanza a iluminar el obscuro camino de lo que el hombre ignora del vasto reino animal y mucho menos de las necesidades propias de cada especie para su protección. Además, intentar darle seguimiento práctico a lo que hay en la buena voluntad del papel es prácticamente un acto heroico.
Nuestra ignorancia es más grande que nuestros deseos. Ignoramos durante mucho tiempo la sensibilidad de los animales (o eso era una excusa para lidiar con el sentimiento de culpa). Después, ponemos en tela de juicio su inteligencia, como si debiera existir una forma de cuantificarla para alcanzar un mínimo de derechos. El ser humano, con su limitada visión antropocentrista, no ha visto en los animales al compañero de vida; poco ve por su bienestar y, cuando lo hace, suele ser movido por intereses en beneficio del alimento, el vestido o la investigación solo por mencionar algunos.
En pleno 2020 –época que desde hace siglos nos imaginábamos con una vida armónicamente surreal–, no hemos logrado despojarnos de un pensamiento tan arcaico como en tiempos de las Sagradas Escrituras, donde los animales se ofrecen como objetos al servicio del hombre. Podemos fantasear con la existencia de vida en otros planetas, pero no hemos sido capaces de observar y comprender las miles de variedades que tenemos frente a nosotros: aladas, escamadas, rastreras, peludas… todas ellas con el valor intrínseco de una batalla evolutiva ganada.
En 2017 se presentó en Casa del Lago la obra teatral Los hambrientos. Ensayo escénico sobre biopolitica, a cargo de la compañía Teatro sin paredes. Ahí exploran la terrible condición de la industria alimentaria y su relación con el ser humano. Fue una llamada tremenda: los jóvenes actores cargados de energía dejándose la piel en el escenario. Igual de interesante fue lo que vino después: al finalizar nos esperaba una charla y un pequeño intercambio de snacks a partir de alimentos vegetales que no sólo eran deliciosos, sino también sanos y sin sangre animal. Sin embargo, en esa charla se notaba en la cara del público un shock por toda la carga de información que conllevaba el peso argumentativo de los actores; tampoco fuimos capaces de echar a andar un plan efectivo y contundente para trabajar en detener esta masacre. El rostro revestido de intención, pero también de frustración de los cinco jóvenes, reafirmó buena parte de esta opinión.
Encuentro inconsistencias en la redacción de un documento que en sólo catorce artículos pretende contener las mejores intenciones incurriendo en contradicciones, pues primero otorga el derecho de la vida y luego permite el sacrificio. En este intento precario de tratar de otorgar derechos jurídicos que deberían ser antecedidos por derechos morales, es urgente evaluar la relación que el hombre tiene con su medio y los demás habitantes de éste. El tiempo corre y en las grandes pérdidas ecológicas, de las que hemos sido testigos, no hay marcha atrás.