Cualquier pretexto es bueno para traer a la memoria el ingenio de Salvador Flores Rivera –Chava Flores, para los cuates–. El motivo reciente es el aniversario de su nacimiento en este mes de enero, pero el gusto de poner la pluma (o la tecla) en su nombre es todo un placer.
Simpatiquísimo y ocurrente, se asoma entre su anecdotario pura condición humana que encontramos todavía en el chofer, el gorrón, la vecina o el espejo –quizá con algunas sutilezas–. En un cancionero con tanta tradición, es difícil que las generaciones actuales comprendan la flora mental que dio vida a la Bartola, a la quinceañera casi treintona, Espergencia, al difuntito Cleto, al Gato viudo o Nabor, el de la orquesta. Sus canciones son la esencia del dominio público: nos pertenecen, es muy nuestro.
Bien portadito fuera de los escenarios –“no soy serio, soy jetón”, decía–, pero con una buena bola de amigos que despilfarró en la bohemia hasta el final de su vida, trascendió a personaje de la cultura. Gracias a su entorno citadino, esos barrios tradicionales de la gran ciudad en la que vivió, se convirtió en EL cronista musical desde mediados del siglo pasado hasta nuestros tiempos “covidosos”.
He escuchado a un par de extranjeros que comentan la obra de Juan Rulfo gustosos, pero no estoy segura de sí alcanzan a penetrar en esos recovecos de la jerga del pueblo, del campesino o del vocabulario que retomó y llevó a una escala mayor don Chava Flores: el argot del barrio. Es puritita esencia de chilango la que pintó de colores la manera de narrar en el folclor nacional.
El México de Chava Flores era otro México, uno en que se podía caminar de noche para ir a casa después de la jornada laboral o para ir de juerga sin temor a la delincuencia –“a lo más que te exponías era a que algún bolsero o carterista se apropiara de tus pertenencias, sin violencia o a veces sin que te dieras cuenta; no como ahora”, se escucha quejarse a la gente que le tocó la bella época del crecimiento de la ciudad más grande, y ahora más salvaje, del mundo; donde llevabas tu agüita de limón con torta a la función de cine–.
No fue mi época, tampoco mi entorno, y creo que a la distancia lo agradezco, aunque solemos romantizar lo de otras épocas con palmas doradas –a mí me encanta–. Chava Flores trajeado, con su bigotito bien recortado, con cigarrillo entre los dedos, en alguna presentación de televisión (la entonces reina de los hogares que concentraba a las familias en la sala) brincando de un trazo sonoro a otro para dibujar una caricatura musical; era un lujazo. Hoy podemos disfrutar sus cancioneros ilustrados por Gabriel Vargas, sus entrevistas o presentaciones rescatadas de videos viejos.
Hágase un favor, estimado lector: despójese del estrés covidiano, de la presión del encerrón con la familia, del “jomofis” y regálese una sesión de musicoterapia un sabadito desde el sofá frente al aparato de sonido –y, por piedad, alejado de alguna pantalla– mientras escucha cada “scherzo chilango” que le saca a uno la sonrisa, le ahorra el ceño fruncido y le sigue dando vida a un gran talento nacional.
Chava Flores tuvo la sensación de que la pobreza lo acompañó toda su vida. Yo creo que solo le faltaron unos centavos en buena parte de ella, porque de vida rica y derroche imaginario tuvo hasta para repartir a generaciones enteras de mexicanos…