Ese día quería no hablar, quería ninguna palabra. Quería ser alingüe, usar la lengua para otras cosas, como lavar mi piel.
Lo que quería, en el fondo, era música. Sólo música y nadie a quien entender o hacer entender. No quería hablar de música, ni saber si Schumann se cortaba la piel entre los dedos. Con la música quería unirme, unificarme, uniformarme, unifundirme. Así que decidí, después de largas consideraciones morales, entrar, no en un trío ni en un cuarteto, sino en una sinfonía.
Al principio no sabía a quiénes acercarme, cada quien era distinto. Sus diferencias me mareaban y me atraían. Quería tocarlos todos y tocar todas sus partes: órganos y serpentones pero también clavicémbalos.
En una sala, un violín perseguía a un piano, como en sonata. Mi indefinición me fascinaba más todavía. Me gustaban todos y todas: las cuerdas y los bajos sobre todo. Quería probarlo todo, poner la boca en las flautas y en las trompetas y sin sordina. Entre las sombras, la viola; luego otro piano de lustrosa piel negra.
Buscaba las lengüetas de clarinetes y oboes, buscaba el hueco oscuro de las tubas. Buscaba con los labios recorrer armónicas; y con los dedos, hacer hábiles pizzicatos pellizcados.
Quería vibratos y quería todo como lo quería: allegro, ma non troppo, pero luego sí, allegrissimo, ¡160 negras por minuto!
Mis piernas esperaban, temblando, rozar el arpa que pronto estaría entre ellas.
Tomar el control y dejarse llevar era lo mismo: tocar y volver a tocar. Todo tenía sentido. Eso era al fin lo que significaba armonía, tempo, hermandad, ¡amor! Le hubiera dado mi corazón a cualquier tambor para perpetuar su latido.
Al final, la música provenía de afuera y de adentro simultáneamente, hasta que luego era indistinguible su procedencia. Era un grito y un canto. Estaba en mi garganta pero era mi garganta, era mis dedos y mis oídos. Tuve la garganta llena de música después de soplar el último aliento.