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ROTOS PARA DESCOSIDOS

Leticia Chaurand

Leticia Chaurand

Estudió filosofía en la Universidad Veracruzana, con estancia académica en el seminario de semántica filosófica, del Consejo Superior de la Investigación Científica de Madrid. Ha dado clases de Lógica, Historia de la filosofía, Ética y Filosofía en México; y charlas sobre filosofía del lenguaje y filosofía de las matemáticas, en las Universidades Iberoamericana e Intercontinental.

Más adelante, sus intereses se orientaron al análisis existencial, y estudió logoterapia. Dio cursos sobre el sentido del trabajo y sobre las dinámicas de relación; y en filosofía, sobre las ideas que forjaron la forma de vida occidental, sobre filosofía de la existencia y sobre el sentido del ser femenino, en la librería El Péndulo.

Correo: [email protected]

Música Garganta

Ese día quería no hablar, quería ninguna palabra. Quería ser alingüe, usar la lengua para otras cosas, como lavar mi piel.

Lo que quería, en el fondo, era música. Sólo música y nadie a quien entender o hacer entender. No quería hablar de música, ni saber si Schumann se cortaba la piel entre los dedos. Con la música quería unirme, unificarme, uniformarme, unifundirme. Así que decidí, después de largas consideraciones morales, entrar, no en un trío ni en un cuarteto, sino en una sinfonía.

Al principio no sabía a quiénes acercarme, cada quien era distinto. Sus diferencias me mareaban y me atraían. Quería tocarlos todos y tocar todas sus partes: órganos y serpentones pero también clavicémbalos.

En una sala, un violín perseguía a un piano, como en sonata. Mi indefinición me fascinaba más todavía. Me gustaban todos y todas: las cuerdas y los bajos sobre todo. Quería probarlo todo, poner la boca en las flautas y en las trompetas y sin sordina. Entre las sombras, la viola; luego otro piano de lustrosa piel negra.

Buscaba las lengüetas de clarinetes y oboes, buscaba el hueco oscuro de las tubas. Buscaba con los labios recorrer armónicas; y con los dedos, hacer hábiles pizzicatos pellizcados.

Quería vibratos y quería todo como lo quería: allegro, ma non troppo, pero luego sí, allegrissimo, ¡160 negras por minuto!

Mis piernas esperaban, temblando, rozar el arpa que pronto estaría entre ellas.

Tomar el control y dejarse llevar era lo mismo: tocar y volver a tocar. Todo tenía sentido. Eso era al fin lo que significaba armonía, tempo, hermandad, ¡amor! Le hubiera dado mi corazón a cualquier tambor para perpetuar su latido.

Al final, la música provenía de afuera y de adentro simultáneamente, hasta que luego era indistinguible su procedencia. Era un grito y un canto. Estaba en mi garganta pero era mi garganta, era mis dedos y mis oídos. Tuve la garganta llena de música después de soplar el último aliento.

Otros Artículos

Desplantar a un árbol

Ese día salí de parque, no le hace por qué, porque estaba alicaída y sin acento, es decir: alicaida, como sin remiendo. Se me ocurrió que a lo mejor no era la única, cuando vi un señor abrazando un árbol.

Desde el asiento de atrás

Oí una canción que en inglés dice algo como: “Toma el volante de tu vida y manéjala como si te la hubieras robado”. Y pensé que robarse algo es, principalmente, adueñárselo, volverlo propio.

Turnos

«Sostengo que el deber más alto entre dos personas que tienen un vínculo, es que cada uno cuide la soledad del otro.» — R M Rilke

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