La reciente insurrección es histórica, lleva cocinándose varios años y acentuándose cuatro.

Make America Great Again se convirtió en el mantra político que adereza el Destino Manifiesto, que remueve las fibras más complejas de la super estructura social. Las redes sociales y la posverdad han sido fundamentales en el replanteamiento del sueño americano y el american dream, representando bajo el neopopulismo de Trump la voz de los grupos más radicales en los Estados Unidos, quienes han sido desde siempre la mayor amenaza para la supervivencia del Estado y la democracia.

El legado atroz y negativo que le deja Trump a los estadounidenses no es cualquier cosa, el trumpismo ha echado raíces profundas que difícilmente podrán eliminarse con un nuevo gobierno. No es así de fácil.

Las amenazas abiertas a la transición política en los Estados Unidos cumplen su cometido, dificultar a la transición el desarrollo terso de un proceso de recuperación económica, social y política.

Limpiar de raíz el nuevo pensamiento estadounidense tendrá un costo muy elevado. La insurrección es más que una invitación a la secesión o al desconocimiento de las instituciones, es la prueba que confirma una sintomatología expresada durante años y que ha sido ignorada por generaciones. El enemigo siempre ha estado en casa, pero no lo han querido reconocer.

El vano discurso de la hegemonía y la grandeza de una nación a la que le urge una reconfiguración, ha fortalecido la división, el nuevo gobierno tiene retos mayúsculos que enfrentar y lo primero que debe hacer es reconocer que a Trump le sobrevive el trumpismo, sembrado en las mentes maquiavélicas que odian, atacan, dividen y asesinan.

Donald Trump es el arquitecto de su propio destino, a él le espera una penosa destitución o una lamentable aplicación de la enmienda 25. Pero si los allanadores del Capitolio han sido liberados ya bajo fianza, no sería descabellado pensar que a Trump le llegara por acuerdo político el tan anhelado indulto.

Parece demasiado perverso pensar que todo esté fríamente calculado y que esté dispuesto a pagar el costo político que conlleva estar del otro lado de la historia.

A Joe Biden, como presidente que inicia con esta ríspida transición, le queda mucho por reconstruir. Recibe un país en añicos, con un desolador panorama en lo económico y en lo sanitario, su gobierno tiene una carrera contra el tiempo. Cuatro años nunca han sido suficientes y hoy, más que nunca se debe empezar por buscar la unidad política y la prevalencia de un proyecto de nación.

Parece que estamos frente al fin del gran hegemón, ese que no ha logrado subsistir los embates de una era llena de retos y desafíos.  Hoy, los Estados Unidos enfrentan un cambio de gobierno con un horizonte plagado de incertidumbre y de inestabilidad.