Dice una antigua frase que “la voz del pueblo es la voz de Dios”. Yo no lo creo del todo, pero cómo se parecen. 

En abril de 2019 acudí a la Macrorrueda Bicentenario, en Bogotá, Colombia, a la que asistió el presidente Iván Duque, apenas meses después de haber asumido como presidente. 

Como siempre he hecho en mis viajes a otros países de Latinoamérica, me acerqué a las personas con las que regularmente coincido (meseros, taxistas, empresarios, periodistas, camareros, etc.) para preguntar qué les parecía su gobierno. La mayoría coincidía: “Es Álvaro Uribe quien realmente gobierna”.

Duque es un tipo de bajo perfil, por no decir gris. Incluso no logra ‘prender’ con sus palabras ni a los empresarios, el ala que lo apoyó para llegar al poder durante su candidatura.

¿Qué fue lo que llevó a ese joven gris a la presidencia de Colombia? Esta pregunta que hoy me hago ya se la había hecho Semana en 2018. Tenía 5 razones, pero la más importante era que “con la camiseta de Uribe puesta, Duque pasó de ser un desconocido a presidente de Colombia… el respaldo del expresidente le dio a su discípulo una popularidad aplastante para sus contradictores”. 

Desde entonces, Álvaro Uribe era señalado de ser el poder detrás del ‘trono’, y siempre encontró salidas fáciles para contrarrestar esta aseveración: “como no le pueden ganar los debates a Iván Duque, entonces lo acusan de ser títere mío. Iván Duque es un hombre respetable, con una gran formación intelectual; no es títere mío”. 

Y pronto Duque, el hombre gris pero con un gran sentido de lealtad, puso en marcha los pensamientos de su mentor: orden sobre todas las cosas y a pesar de todos. Así lo hizo Uribe durante su administración cuando declaró la guerra a las FARC y a todo aquél que fuera una ‘amenaza’ contra el Estado, en una época en que los grupos paramilitares crecieron en Colombia. 

Apenas llegó al poder, el gobierno de Duque no solo menospreció los acuerdos de Paz a los que logró llegar, en 2016, el expresidente Juan Manuel Santos con las guerrillas de las FARC, a las que una y otra vez grupos relacionados con Uribe tacharon de delincuentes que no merecían negociación alguna. 

Y cuando la Corte Suprema de Colombia pidió en 2020 el arresto domiciliario de Álvaro Uribe, acusándolo de obstrucción a la justicia y delitos de soborno, su alfil salió incluso en televisión en defensa del expresidente del que dijo creía en su “inocencia y honorabilidad”, lo que provocó que expertos y juristas lo criticaran por extralimitarse en sus funciones y competencias.

Lo sucedido el pasado 3 de mayo bien pudo ser el examen de graduación de Duque. Frente a la idea uribista de primero el orden, pasó lo que todos ya conocemos. Se apropió de la herencia de su protector y envió a reprimir a la sociedad que se manifestaba contra la reforma tributaria que se proponía, dejando en el camino, hasta el día de hoy, más de una veintena de muertos y más de 500 desaparecidos.

Pero tal como sucedió en la administración de Uribe, tiene la receta de la represión más no el de la paz social a través de ésta, un tema del que la propia Unión Europea y las Naciones Unidas han mostrado preocupación, aunque no así Luis Almagro, secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), de quien en su cuenta de Twitter se lee: “Mi visión: riqueza compartida y oportunidades xa tod@s en las Américas, con una OEA que fortalezca democracia, desarrollo, seguridad y DDHH”.

Hoy eso que se parece a la voz de Dios, la gente de a pie, pide la salida de Duque. Y no solo por la brutal represión, sino por lo que representa y a quien representa. Por la pobreza y el desempleo que se acrecentó antes de la pandemia Covid-19. Incluso, en medio de un ecosistema emprendedor y empresarial pujante que se ha ganado el reconocimiento internacional de Colombia y que viene generando nuevos ricos, como David Vélez, el billonario que recién se incorporó al listado global de Forbes con una cartera de 5,200 mdd.

La herencia de Uribe parece estar maldita, y Duque no tiene intenciones de soltarla, de hacerse a un lado, por el contrario. Dios lo agarre confesado.