Para esperanza de la humanidad, está por concluir el año más difícil de los tiempos recientes; para algunos, el ciclo que puso de rodillas al ciudadano del mundo; para otros, solo las consecuencias de una mala gestión del entorno a manos del ser humano.
Las imágenes terribles de hectáreas de flora y fauna en llamas por sucesivos incendios forestales en Australia dieron la vuelta al mundo solo para preparar el terreno de lo que desataría el pesar colectivo del año 2020. Por supuesto, la alerta de la OMS en el primer trimestre por la aparición de un virus letal que azota a todo el mundo ocasionando la muerte de millones de personas –incluidas grandes figuras públicas de la cultura global– nos mantiene pendiendo de un hilo.
A ese escenario se sumaron tensiones y cambios políticos importantes. El caso de abuso de autoridad policiaca donde George Floyd perdió la vida, provocando el levantamiento de protestas antirracistas y expresiones solidarias. En México, los feminicidios de Ingrid y la niña Fátima indignaron superlativamente y regresó a los reflectores el tema de violencia y género enardeciendo con ello intensas movilizaciones no solo feministas, sino propias de una sociedad sensible que levanta la voz para exigir seguridad y justicia.
No olvidemos que fuimos testigos de los momentos más bochornosos del presidente López Obrador al manejar torpemente las primeras manifestaciones de la pandemia que se avecinaba. Asimismo, noticias que sonaron surrealistas, como la migración de avispones gigantes, la cancelación de eventos culturales masivos con repercusiones económicas serias y las explosiones en Beirut de 2750 toneladas de nitrato de amonio (que sumió a Líbano en una de sus peores crisis), son solo ejemplo de los encabezados que leímos y las imágenes que padecimos en este año.
Hace un par de semanas, en los albores de las celebraciones decembrinas, recién regresa el semáforo rojo y con él la primera medida eficaz para contener el virus de COVID: el distanciamiento social (que es la respuesta lógica de interrumpir la cadena de contagios). Regresa el “quédate en casa” como la medida reina, misma que no todos pudieron acatar desde el principio –es comprensible– por la fragilidad económica de la que pende el ingreso de la mayoría de los mexicanos, pero ¿por qué ocasiona tal descontento y aburrimiento esta medida aparentemente tan sencilla como el mantenernos dentro de casa, para quienes pueden hacerlo?
Creo que, en parte, es por la dificultad de mirar frontalmente nuestra propia carencia, un empobrecimiento espiritual en el que nos mantenemos cómodos; extrañamos la jornada laboral en la oficina no porque amemos lo que hacemos, sino porque hemos dedicado ocho, o doce horas a esa rutina. Anhelamos las visitas a los centros comerciales porque andar por los pasillos pulidos de la plaza es sentir el empoderamiento adquisitivo, y añoramos las reuniones con los amigos porque, en una estructura de poquísima escala de ascensión social, la máxima experiencia es beber algunas cervezas en compañía. Somos esclavos de nuestros cuerpos biológicamente frágiles, pero también lo somos de las inercias ideológicas que vamos arrastrando de un estilo de vida.
El desastre sanitario replantea la vulnerabilidad de la existencia como el gran desafío de estos tiempos, y mientras no exista una cura eficiente y democrática al virus, tendremos que aprender a vivir con las decisiones propias y de los otros para conservar la salud en medio del riesgo. Pensar que en las primeras semanas del confinamiento humano, el ambiente tomó un respiro y logró regenerarse en un pequeño porcentaje, es pensar que estamos en un trabajo constante personal y humano en donde el cambio de numeral en el calendario no significa nada, si no hacemos un esfuerzo en replantear la actitud de lo humano frente a su ambiente.