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LO COMÚN

Ernesto Castillo

Ernesto Castillo

Ernesto Castillo, Licenciado y maestro en Filosofía con mención honorífica por la UNAM. Es especialista en Filosofía contemporánea.

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La desintegración de nuestra confianza

Hoy en día nuestra vida no se puede sostener sin el uso de pantallas. Esta enunciación tal vez aún tenga algo de sentido o importancia para generaciones que experimentaron el cambio de vivir únicamente con la pantalla de la televisión a una digitalización casi plena de su vida cotidiana. Visto desde las generaciones de finales del siglo pasado, el mundo digitalizado es algo casi natural, imprescindible y en absoluto problemático.

Uno de los diversos cambios que presenciamos nosotros, los “predigitales”, es la desintegración de nuestra confianza, o en todo caso su digitalización. Tal vez poco nos damos cuenta de que menos crédito tiene el testimonio de nuestro prójimo –y el nuestro ante los demás–; todo lo que es negado o afirmado debe estar respaldado por un video o una fotografía (sea ésta del hecho como tal o de un chat privado para respaldar una versión de hechos). Las “pruebas” dejaron de ser una exigencia meramente jurídica para ocupar el criterio que le otorga crédito a nuestra propia palabra. Hoy en día cualquiera es juez que exige pruebas, al mismo tiempo que es un indiciado que debe probar lo que dice.

Lo que se ha digitalizado es la confianza y, aunque no terminamos de conocer las consecuencias de esto,  ya se asoman algunos ejemplos con los cuales parece no haber regreso: quienes nos dedicamos a la docencia somos testigos de la necesidad de respaldar cualquier instrucción de peso (tareas, criterios de evaluación, bibliografía) en un medio digital; ya sea que los alumnos “tomen foto” del pizarrón, reciban en su correo electrónico o un chat las indicaciones. Parece que ya no basta ni importa la palabra del profesor, sino el sustento digital que permite fundamentar o eximir responsabilidades. En otro caso, es común que en los chats de trabajo todo deba ser ahí publicado para que haya oportunidad tanto de aviso como de reclamo; si nos atenemos a la mera palabra verbal, siempre hay un resquicio para un “a mí nadie me avisó”. De modo tal que ahora tenemos operando un chat a cualquier hora, incluso fuera de las horas laborales. Un tercer ejemplo lo podemos encontrar en la compulsión de las redes sociales por fundamentar cualquier opinión sobre una tercera persona: con demasiada facilidad se suben fotos de supuestos infractores, así como conversaciones (incluso si son fácilmente alterables). Una consecuencia de todo esto es que cada vez más las huellas de nuestra vida pertenecen a inimaginables sistemas de datos a manos de privados, cuyo uso y valor difícilmente sospechamos.

El viejo dicho “las palabras se las lleva el viento” (que recalcaba la necesidad de firmar un compromiso o promesa) hoy debe ser actualizado por “las palabras se las lleva la imagen”; ya no importa mi palabra, sino los medios digitales que la respalden.

Sin duda debemos evitar el falso dilema sobre si creemos ciegamente en la palabra de alguien, o exigimos que de todo haya “pruebas”. Ambas opciones eluden el planteamiento del problema de fondo: necesitamos una nueva manera de relacionarnos no sólo con los demás, sino con nosotros mismos. Para tal alternativa no bastará una decisión individual, aunque será el inicio necesario, sino un involucramiento social que hasta ahora no parece asomarse. Lo que está en juego es el valor de nuestra palabra, y por tanto de nuestra propia persona.

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