El pasado 19 de noviembre se crearon hashtags, presentaciones virtuales de libros, videoconferencias, memes, etcétera, en torno al Día Mundial de la Filosofía. Asimismo, las poses y los clichés llovieron en el ciberespacio durante todo el día: selfies con los libros favoritos, predicas sobre festejar a la Filosofía los 365 días del año, reminiscencias sobre la etimología de la palabra… En cualquier otro año que no fuera extraordinario, en esa fecha se habrían celebrado conferencias sobre por qué la Filosofía es necesaria, sobre cómo hay una tendencia global a desaparecerla en los mapas curriculares básicos, junto con los singulares pretextos para desviar la semana académica hacia reuniones de otro tipo… Pero este año no fue así, y es aquí en donde vale la pena tratar de entender qué hay de distintivo en la Filosofía frente a la actual crisis (o actuales crisis):

Hace algunos lustros veíamos a la Filosofía perder terreno en los troncos comunes de la formación mínima de un estudiante. Pero en aquel entonces sólo parecía importarle a quienes, de alguna manera, ya estaban dentro de la Filosofía (investigadores, profesores y estudiantes universitarios). En contraste, en los últimos años pareciera que la Filosofía cobra más y más presencia: cada día aparecen más canales en diversas plataformas para divulgarla, diario circulan miles de libros digitales por la red, encontramos muchos proyectos sobre cómo hacer Filosofía para niños y hay diversos autores (como Byung-Chul Han) que han cautivado a la llamada “generación millennial”; todo esto además de la actividad académica, que –es cierto– está constantemente amenazada al menos en su presupuesto.

Desde una posición que busca reivindicar y hacer Filosofía, el 2020 no puede ser un año para lamentarse y llorarse. Este año es tierra fértil para la Filosofía. Cuando nos lamentábamos cómo la Filosofía peligraba por decisiones tecnocráticas, justo era cuando no había visiblemente una crisis; todo mundo cómodamente aceptaba que la Filosofía –aunque madre de todas las ciencias– poco podía decirnos sobre nuestro presente. La Filosofía cada vez más era relegada a ese conjunto de saberes que rellenan nuestra “cultura general”. Cualquiera que haya decidido estudiar Filosofía en algún momento tuvo que encarar en reuniones familiares las incómodas preguntas de “¿Y eso que estudias para qué sirve?”, “¿De qué vas a trabajar?”, o directamente pronósticos tan deprimentes como “Te vas a morir de hambre”.

Esto muestra algo: la Filosofía peligra cuando más cómodos estamos, cuando mejor integrados nos sentimos en nuestro entorno en donde todo parece obvio. A esta integración cómoda a nuestro entorno podemos llamarle “felicidad”; la felicidad, cualquiera sea su concepto, conlleva una satisfacción del sujeto con su ambiente. Esto es justo lo que ahoga a la Filosofía, el que el sujeto esté cómodo; cuando creemos tener respuestas para todo, no necesitamos pensar, sino sólo recordar, escuchar y acatar. Hoy, empero, no podemos darnos ese lujo: el 2020 es el año de la pérdida de la seguridad de nuestras respuestas y directrices. Hoy en día nadie tiene respuestas sobre lo que sigue, ni cómo, ni cuándo, hacia dónde, para qué… Esas respuestas nadie nos las puede proporcionar, a no ser que hagamos uso de la fe en alguna inteligencia trascendente o, lo que es bastante nocivo, en algún líder político.

Así pues, la infelicidad es el momento en que nace o renace la Filosofía; ahí cuando, a falta de respuestas y una profunda angustia, nos vemos impulsados a preguntarnos por qué hemos llegado hasta aquí y a reconocer nuestras ingenuidades. Es el momento de comenzar desde cero. Si se trata de festejar a la Filosofía, estamos obligados a desearle muchos días infelices.