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LO COMÚN

Ernesto Castillo

Ernesto Castillo

Ernesto Castillo, Licenciado y maestro en Filosofía con mención honorífica por la UNAM. Es especialista en Filosofía contemporánea.

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Del amor y las ilusiones amorosas…

Al mismo tiempo que el 14 de febrero celebramos el amor, escuchamos que hoy en día ya pocos son quienes aman. Pareciera que el amor es propio de la época de nuestros abuelos, hacia atrás. En nuestra sociedad permisiva y hedonista parece que plantear el amor en un sentido fuerte es ridículo; pareciera que la única manera de plantear hoy el amor es como temporal, contractual –“como veo doy”, se escucha mucho– e incluso como simultáneamente múltiple (frecuentemente se habla de poliamor).

Pero valdría la pena establecer algunas distinciones. Lo inmediato y más común es el deseo por alguien. Este deseo puede atravesar desde el de la compañía hasta el de la intimidad sexual, con todos sus matices y momentos. Aquí nos encontramos con un mero deseo. La manera de distinguirlo está en que hago de la persona deseada un personaje de una historia creada e impuesta por mí. Es decir, en el mero deseo el otro ha de ocupar el lugar en el que satisfaga mis deseos, calme mis vacíos y mis necesidades sentimentales o sexuales. No hay aquí amor. Aquí toda la relación está condicionada por la satisfacción de ese deseo y, cuando no se cumple, pienso entonces en el alejamiento (como ocurre cuando empiezan los problemas internos en la relación o conflictos externos que me orillan a abandonar a la persona deseada).

En el amor, en cambio, mi vida tiene por centro a la persona amada (a diferencia del mero deseo, en el que mi relación con la persona sólo tiene sentido en la medida en que satisface mis caprichos). Aquí aparece el estatuto de incondicionalidad: no importan las desavenencias externas a la relación (una enfermedad, desempleo, etc.), y tampoco que la persona amada no satisfaga mis caprichos: la amo porque la amo; su existencia es mi centro y reconfigura la comodidad en la que me estaba organizada mi vida. Aquí, por ende, la entrega acontece. En el amor el otro es un fin en sí mismo, y no un medio al servicio de la veleidad de mis necesidades.

Otro criterio para distinguir el mero deseo del amor está en las razones con las que simbolizo cada uno. En el mero deseo tengo todo tipo de razones positivas para explicar mi apego (por sus facciones físicas, su carácter, su lugar en la sociedad, sus valores, etc.), mientras que para el amor no tengo razones: la amo porque la amo, es una imposición en mi vida. La falsedad del amor se deja ver cuando tengo que argumentar por qué quiero a una persona. Esto es signo de que a la persona vuelvo un personaje de una historia, la hago actora de una narrativa modelo a la que creo pertenece. De nuevo: en el amor, en cambio, salgo de mis criterios cómodos en favor del riesgo por destinar mi vida a alguien, con la incertidumbre e incondicionalidad que eso conlleva.

Visto esto así, no es erróneo asumir que –efectivamente– el amor es raro, que lo que domina es el deseo de que el otro satisfaga nuestros caprichos (y las reacciones tóxicas cuando esto no ocurre son igualmente comunes: chantaje, violencia, rencor, manipulación, etc.).

Parece que entre más festejamos el amor, entre más necesitamos sentirlo cerca con todo tipo de objetos, frases y derroches económicos, más alejados estamos de él. El verdadero amor no se rige por la medida pública del tiempo; establece sus propios criterios imprevistos para estar, para desear, para comunicarse, para sentirse y, para terminar.

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