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IN ATL IN TÉPETL

Francisco Xavier Martínez Esponda

Francisco Xavier Martínez Esponda

Licenciado en Derecho por la Universidad Iberoamericana (2002-2006) con mención honorífica y Maestro en Ecología Tropical por parte del Centro de Investigaciones Tropicales (CITRO) de la Universidad Veracruzana (2014), con mención Honorífica. Ha colaborado como abogado en Litiga, Organización de Litigio Estratégico de Derechos Humanos A.C. (Litiga OLE) y en el Centro Mexicano de Derecho Ambiental, A.C. (CEMDA) ha sido director regional de la oficina Golfo de México (2013-2016) y actualmente se desempeña como director operativo. Una de sus las líneas principales de trabajo son los derechos humanos de los pueblos indígenas y comunidades equiparables, el patrimonio biocultural y la construcción del Estado pluricultural en México.

Aguas y Montañas

En la visión de los pueblos nahuas (visión que es compartida por otros varios pueblos mesoamericanos) las comunidades se fundan a partir de dos elementos, las aguas (atl) y las montañas (tepetl), ideas que se fusionan en lo que se llama un difrasismo, para emerger como el altepetl, el territorio. El altepetl es un símbolo para referir a la idea de pueblo, su significado profundo es el territorio, es decir, el espacio vital donde se forja una identidad, donde se vive y reproduce una cultura, es el lugar donde se nace y se muere, es el espacio de sustento, donde descansan los ancestros y, además, en el caso de los pueblos originarios, representa al antiguo Estado indígena.

Todas y todos formamos parte de múltiples comunidades que se insertan en territorios y éstas requieren de nuestra participación activa para su cuidado y florecimiento. Las comunidades se cimentan en la economía de la solidaridad y nos convocan a dar en múltiples formas. He aprendido en los pueblos indígenas y comunidades campesinas el valor de la participación y del servicio en aras del cuidado colectivo, ello puede abarcar ir a dar mantenimiento a un camino, organizar y gozar de la fiesta patronal y hasta participar en comités responsables de defender el territorio. Estos valores empiezan a germinar en algunas comunidades urbanas, creo que aquí hay una enseñanza importante para la transformación del país.

Nuestros territorios, nuestros espacios vitales, más allá de si nos autoadscribimos o no como miembros de un pueblo originario, son eso, espacios que necesitamos para ser, estar y florecer, no se puede vivir sin estos lugares y que conste que, en muchas ocasiones son lugares simbólicos. En mi caso, por ejemplo, formo parte de una pequeña comunidad que se fundó en torno a un propósito muy sencillo: regenerar en un predio de 9 hectáreas un bosque de niebla; se podrán imaginar la efervescencia y emociones iniciales, y sobre todo el trabajo que se ha venido haciendo para tejer los lazos que integran a nuestra pequeña comunidad, pues construir un sueño no es fácil, es una labor que nos interpela a sacar lo mejor de nosotrxs y a pensar más allá de uno mismo. Y digo que no es sencillo porque hay retos enormes como es el de podernos organizar entre los codueños al interior, o hacer frente a los desarrolladores y gobiernos que tienen otros planes para la región donde está nuestro bosque.

Tristemente observo como abogado litigante y defensor de derechos humanos que nuestros pueblos y comunidades, así como sus territorios están continuamente bajo amenaza por los proyectos que los gobiernos imponen bajo la bandera del desarrollo. Recientemente la situación se agravó con la publicación, el pasado 22 de noviembre, del Acuerdo presidencial que considera de interés público y seguridad nacional las obras del Gobierno de México[1], el cual ha sido interpretado como una medida regresiva porque impide de iure los derechos de los pueblos indígenas y comunidades equiparables al territorio y la autonomía, así como deja sin razón de ser y sin su efecto útil a una serie muy importante de instituciones construidas para garantizar los derechos de información y participación, como es, por ejemplo, la evaluación de impacto ambiental.[2] El paradigma bajo el que opera nuestro gobierno, que por cierto es el mismo que el empleado por varias administraciones federales pasadas, por lo menos en lo que a megaproyectos se refiere, afirma que el gobierno posee el derecho de truncar los sueños y hacerse de las aguas y las montañas de cualquier comunidad en el país, pues según ellos el interés general y el orden público les faculta para tomar este tipo de decisiones.

¿Podemos continuar con esta situación? No, no podemos. Soñar en comunidad y trabajar para materializar esos sueños nos implica invertir grandes cantidades de energía y de otros recursos que donamos para echar a andar, de manera autónoma, nuestros propios proyectos de desarrollo, como para que llegue un extraño y pretencioso que, arrogándose potestades y facultades, nos desbarate en un santiamén lo que ha tomado años generar. En el caso del acuerdo del presidente, concretar la amenaza toma sólo 5 días hábiles. Si uno tiene la mala fortuna de vivir en un lugar donde el gobierno le haya echado el ojo para ejecutar uno de sus elefantes blancos, las herramientas jurídicas para hacerse de información y poder legítimamente decir “¡no!”, se habrán reducido sustancialmente y solamente el juicio de amparo será camino posible para la defensa de lo propio.

¿Por qué las visiones ajenas se nos pueden imponer? ¿Aquello es legítimo o es más bien la legitimación de la violencia estructural? Se han manoseado tanto las categorías de interés general y orden público, que ya nada nos dicen. ¿Por qué necesitamos megaproyectos? ¿Acaso no se puede vivir bien y con dignidad desde la pequeña escala?¿Por qué se insiste en erosionar las garantías que con tanto esfuerzo y trabajo hemos construido para ejercer nuestros derechos humanos? Seamos francos, por donde se mire los megaproyectos de las distintas administraciones federales han dejado una estela de violencia y destrucción, que se ha caracterizado por la transgresión de los derechos humanos de las comunidades más vulnerables del país, así como por el sacrificio constante de la naturaleza.

Los megaproyectos impiden que pueblos y comunidades seamos quienes somos; impiden que seamos nosotros los que tengamos el control de nuestros destinos y territorios. ¿No sería más sencillo y menos violento dejar que los pueblos y comunidades eligiesen libremente qué proyectos desean para sus comunidades? Esto se llama democracia participativa y su semilla fue plantada en la Declaración de Río y el Acuerdo de Escazú y en una época de múltiples crisis como la nuestra, transitar a nuevos esquemas de toma de decisiones es un deber que no puede ser postergado.

Los megaproyectos traen en sí mismos la semilla de la discordia y del dolor. Dejemos de legitimar la violencia cobijada en un supuesto interés general y orden público y transitemos hacia lo pequeño, hacia esquemas que cuiden de las comunidades y del medio ambiente. Esquemas que nos hagan abrir los ojos y reconocer a los otros como son. El presente y el futuro están en clave local, así que soñemos con cuidar las aguas y las montañas de nuestros territorios.

Colaboró María Isabel Noriega Armella.


[1] Disponible en http://dof.gob.mx/nota_detalle.php?codigo=5635985&fecha=22/11/2021

[2] Sobre el Acuerdo, en CEMDA, publicamos el siguiente posicionamiento: https://www.cemda.org.mx/posicionamiento-en-torno-al-acuerdo-sobre-obras-y-proyectos-considerados-de-interes-publico-y-seguridad-nacional/

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