Somos saltadores de normas, pero sobre todo, creemos ser fieles testigos de las infracciones ajenas.
No hay sociedad ni organización que no viva regulada por normas, hablemos de deportes, de compañías de transporte o de ciudades. La convivencia se basa en respetar esas normas, en conocerlas y comportarse dentro de los límites. Todos nos consideramos razonables, cívicos y buenos jugadores. Luego están los otros.
Los otros, conocen las normas y se las saltan, especialmente si hay algún tipo de beneficio, ventaja, disfrute, recompensa material, temporal o emocional. Los otros siempre están violando las normas como personas negligentes, imprudentes, desconsiderados.
Los otros, se quitan los tapabocas en época de contagios, manejan más rápido de lo permitido, no respetan a las mujeres, puentean los sistemas de seguridad. Nos ponen en riesgo.
La constante transgresión de las medidas de seguridad y prevención nos lleva a debates diarios donde afirmamos airados que la culpa es de los jóvenes, de los viejos, del sistema educativo, de la incultura, de los pobres, de las modas, de los ricos, de la policía o del vecino. Si algo falla, la culpa siempre es del otro.
Esto de la otredad lo justifica todo. El otro, los otros o las otras, no comparten nuestra identidad, signifique lo que signifique esto de la identidad. No son de nuestro género, de nuestra clase, no hablan nuestro idioma, aparecen como aquello de lo que defenderse, los diferentes. Lo nuestro es lo seguro, lo sano, lo correcto.
Cuando se habla de Seguridad en las industrias modernas y se trata el error humano, el paso más importante es sensibilizar al conjunto de la compañía con una idea básica “todos cometemos errores”, lo jefes, los mayores, los jóvenes, lo de menos y los de más experiencia, hasta los jueces, todas las personas. Al principio cuesta reconocerlo, pero una vez que cada cual hace memoria es capaz de pasarse un buen rato haciendo listas de errores.
Al igual que las plantas están unidas por sus raíces, todas las personas estamos unidas por nuestros errores, esa es nuestra identidad común.
¿Dónde queda entonces el otro? Los otros se equivocan por barrios; me explico: cada grupo social, cada profesión, cada generación suele cometer un porcentaje de errores propios de su grupo social, generación o profesión. Pero yo, nosotros, nos equivocamos con ellos.
¿Y cuándo nos equivocamos más? Cuando nos confiamos, cuando estamos en nuestros espacios de comodidad, en nuestros respectivos barrios sociales, profesionales, generacionales… ¿Dónde nos contagiamos más los virus? En familia, en nuestra familia, en nuestros círculos de amigos. En cambio, renegamos del otro, de los otros.
Nuestra percepción de lo que es seguro y lo que es riesgoso está distorsionada por estereotipos y cierto hábito discriminatorio que nos crea la ilusión de invulnerabilidad, a mí y a mi grupo de referencia. Eso a mí no me va a pasar.
Por eso quiero animar a quienes han de crear campañas de seguridad y salud o de lucha contra la violencia de género que no sean complacientes con el discurso de la otredad, que sitúen en primera persona los mensajes. El otro, el inconsciente, el machista, el transgresor, el imprudente, eres tú, somos nosotros.
