No es fácil entender la locura que está afectando a una parte de la clase política de los EE. UU. después de la elección presidencial de noviembre de 2020. Más del 60 por ciento de los republicanos, y sus dirigentes, argumentan que Trump fue el ganador de la elección, y que ésta fue fraudulenta.
La discusión se amplifica porque Trump insiste diariamente en que le robaron la elección y los líderes republicanos lo siguen. En realidad, esta campaña empezó meses antes del proceso electoral, con Trump denunciando las votaciones por correo como el instrumento del futuro fraude electoral. Se debe recordar, además, que en la sesión legislativa que confirmó el triunfo del presidente Biden, 147 republicanos votaron en contra, aún después de la toma violenta del edificio del Congreso.
Steve Bannon, ex asesor de Trump (una especie de Darth Vader la política norteamericana), ha señalado que la creencia en que su nefasto líder realmente ganó las elecciones será la prueba de fuego para los candidatos republicanos que participen en las elecciones de 2022. La mayor parte de los medios de comunicación del país (no los derechistas, claro) llaman a esa creencia la “Gran Mentira”.
Por tanto, este tema será de gran relevancia en las primeras elecciones intermedias de Joe Biden, ya muy pronto, en noviembre de 2022, en que se votará por todos los diputados y un tercio de la Cámara de Senadores. En condiciones normales, la mayor parte de los legisladores se reelige, pero esta vez puede ser diferente, si sólo se presentan candidatos del Partido Republicano que creen en la Gran Mentira, porque el efecto sería desplazar a los republicanos moderados.
Las consecuencias de la mentira son claras y destructivas: en todo el país, y especialmente en los 30 estados en que las legislaturas están controladas por republicanos (sólo 18 legislaturas son demócratas, dos son mixtas) se hacen campañas para cambiar las leyes electorales estatales, supuestamente para defender la “integridad de las elecciones”, “restaurar la confianza de los votantes” y evitar las irregularidades que ocurrieron en noviembre de 2020. Las campañas son especialmente intensas en los estados que había ganado Trump cuatro años antes, y que en las elecciones se volvieron “azules”—es decir demócratas (allá los “rojos” son los republicanos), como Arizona, Georgia, Michigan y Pennsylvania.
En Washington los líderes republicanos que no han aceptado la mentira han sido perseguidos o degradados de sus puestos de mando partidistas. El mismo trato se ha dado a los escasos legisladores que votaron para impugnar al presidente Trump antes de que terminara su administración. En Arizona, Georgia y Arkansas se han aprobado leyes para que el gobierno estatal tenga un mayor control de las administraciones electorales a nivel de condado (los municipios de allá), y para sacar de los comités electorales locales a demócratas, principalmente afroamericanos, o incluso a consejeros republicanos que defendieron los resultados de 2020.
En total, los republicanos han presentado 216 iniciativas de ley para cambiar la legislación electoral en 41 estados: en 24 estados ya lo han logrado. Los demócratas han denunciado que se trata efectivamente de destruir el sistema democrático del país.
¿Cómo entender todo esto en un país que históricamente ha sido considerado como una especie de paradigma de la democracia?
Sin duda, la personalidad extrema de Trump y sus propuestas de ultraderecha acentuaron la división del país. Pero la división ya existía, y se ha venido acentuando durante años. Biden ganó con 81 millones de votos, pero Trump recibió 74 millones. Se trata de un capital político que ahora los republicanos están defendiendo, si bien de la una forma perversa, con una mentira. Sin embargo, si Trump no existiera (o le diera un ataque cardiaco), otro de los políticos que tienen un discurso similar pasaría a primer plano para movilizar el apoyo de los blancos conservadores opuestos a la migración, a la existencia del cambio climático, y defensores de un nacionalismo extremo identificados con el lema de Trump de “América primero”.
No es entonces una locura, sino una estrategia política para reconquistar el poder. Se debe recordar que algo similar hizo López Obrador en 2006 desconociendo los resultados electorales y argumentando que había ganado por una diferencia de medio millón de votos que no estaban por ningún lado. Por fortuna, en ese momento no tuvo éxito. En las elecciones norteamericanas de 2022 veremos si los republicanos pueden retomar al control de las cámaras con esta torva estrategia.
