En los últimos años cada vez más nos recetamos resiliencia. Dejando a un lado los vericuetos academicistas, se podría caracterizar a la resiliencia como la capacidad subjetiva de sobreponerse a las crisis psicosociales o a las pérdidas tanto materiales como simbólico-afectivas: soy tan resiliente en tanto como pueda volver a construir(me) una vez que he enfrentado un socavamiento a lo que era mi estabilidad. Como es fácil notar, el término “resiliencia” convive y se apoya con otras nociones que usamos diariamente: inteligencia emocional, tolerancia a la frustración, toxicidad, etcétera. Ahora contamos con un andamiaje más o menos articulado, pero bastante difundido, para encarar nuestra cotidianidad y hacernos responsables de ella.
Es evidente que el día de hoy enfrentamos en lo individual y colectivo problemas de salud mental: ansiedad, depresión, miedo constante… Sin embargo, es importante tener presente que los problemas de salud mental nunca son meramente neuroquímicos u orgánicos. Siempre conllevan, o bien como causa o bien como efecto, un cambio crítico en la dimensión simbólica de la subjetividad, esto es, el lugar que ocupamos en el reconocimiento de los demás, las condiciones ambientales mínimas de las que disponemos para una estabilidad, etc.
Un problema de salud mental es siempre un problema social no sólo en sus consecuencias, sino también en los factores que actualizan lo que ya estaba predispuesto (psicosis, depresión, etcétera). Lo que la resiliencia propone al sujeto no es examinar tales factores –no se trata de observar las condiciones socioambientales en las que está inserto el sujeto–, sino concentrarse en su adecuada recuperación aceptando la pérdida. En cuanto nosotros practicamos o recetamos la resiliencia, lo que predicamos es una actitud que tácitamente declare como natural o inocente al ambiente (en sus dimensiones económicas, políticas, etcétera). En la resiliencia, el sujeto es responsable de su potencial restablecimiento, y nadie más.
Un problema de esta manera de plantear nuestras crisis es que invisibiliza el ambiente en que nuestra situación tiene lugar. En la actual coyuntura en que nos encontramos es pertinente preguntarnos qué ejercicio de políticas públicas ha dado lugar a vivir bajo la disyuntiva de morir de hambre o morir infectado en el intento de subsistir trabajando con un salario escasamente suficiente; qué prácticas con el medio ambiente a nivel global hemos ejercido por decenas de años de modo tal que se rompa cualquier tipo de equilibrio para subsistir; cómo es que, aunque sabemos que hay virus para el que no hay aún tratamiento eficaz, salimos a las playas o de fiesta desafiando cualquier medida de cuidado. En todas estas preguntas, y otras, nos la vemos con el ámbito social, en donde nuestras pérdidas e incertidumbres tienen lugar.
Una manera de salir del falso dilema sobre si nos hacemos responsables de nosotros mismos o “culpamos” al ambiente, es tener un enfoque sistémico que plantee los problemas en una red antagónica de millones de agentes responsables a escala global.
