Al mismo tiempo que nuestras instituciones de salud y diversos especialistas médicos nos insisten en que salgamos de casa sólo a lo indispensable, recibimos diversas noticias y análisis sobre el detrimento de la economía a causa del aislamiento (por ejemplo, hay muchos restaurantes y centros de convivencia que cerrarán para siempre). Cuando en las redes sociales alguien pide evitar salir a recrearse en cines, plazas, restaurantes, etcétera, otra voz inmediatamente defiende la reactivación de la economía y los empleos que están en juego –acaso para legitimar con razones una decisión irracional que previamente ya ha tomado–.
Pareciera que dentro de esta coyuntura se va a encuadrar la elección que tomemos sobre la compra de los regalos por fiestas decembrinas. Aparentemente, cualquiera de las opciones que elijamos conlleva un bien y un mal inherentes: si en favor de la salud decidimos evitar reunirnos, entonces muchas familias, para quienes diciembre es un mes fructífero, padecerán infaustas consecuencias (pensemos en familias humildes que venden galletas, bufandas, cenas por pedido, meseros…); por otro lado, si decidimos salir a festejar o llevar algún presente a personas entrañables, ponemos en serio riesgo la salud de todos, con posibles consecuencias irreversibles.
Pero ¿acaso estamos atrapados en esas dos opciones? Hay una tercera opción para quien lucha ante tal disyuntiva, y en la reacción que tengamos hacia ella brillará la falsedad del problema: si suponemos que los regalos honran a la Navidad o, en general, a eso que llamamos “espíritu navideño” –y por tanto no deberían faltar en lo posible–; si, además, tenemos una preocupación por las consecuencias económicas de evitar el consumo, puesto que eso impacta negativamente en las personas “que menos tienen”; si, asimismo, somos conscientes del peligro de salir de nuestras casas y sabemos que lo mejor sería resguardarnos en ellas, la más racional opción es regalar productos de primera necesidad a esas personas vulnerables a la vez que cancelamos concentraciones con seres queridos. De esta posible opción no deriva algún mal: mantenemos una tradición que creemos tener, cuidamos nuestra salud y procuramos, en nuestras posibilidades, revertir las consecuencias económicas que esta pandemia tiene con los más vulnerables. Una buena despensa proporciona alegría al estómago y al corazón.
Si el lector ha encontrado como absurda y ridícula esta tercera opción, ya identificó la falsedad de las opciones al principio expuestas: ha reconocido que, o bien la economía le tiene sin cuidado (a menos que sea la propia), o que el hacer regalos siempre conlleva un interés (por lo cual no se le pueden hacer a un desconocido o a quien no pueda de alguna manera devolverlo, aunque sea a largo plazo). En efecto, ¿por qué sería ridículo y absurdo regalarles a personas vulnerables, al mismo tiempo que no nos exponemos, si es que queremos empatar reactivación de la economía y cuidado a la salud?
Aunque esta tercera opción nunca vaya a concretarse, exponerla habrá logrado algo si nos pone a pensar un momento por qué regalamos, qué buscamos con ello, y si somos capaces de enfrentar nuestras propias excusas con acciones que las pongan a prueba.
