Hoy en día, cuando buscamos remplazar nuestro celular, en lo que menos pensamos es en la eficiente recepción para hacer llamadas. Basta revisar cualquier anuncio de un nuevo modelo para saber de qué se trata tener celular hoy en día: necesitamos un dispositivo que nos prometa la mejor imagen y, sobre todo, la mejor selfie.
¿Quién no ha sucumbido a la tentación, no de tomarse una selfie, sino de borrar la primera toma porque creemos que esa imagen está distorsionada, que no somos así en realidad? En los viejos y buenos tiempos de las cámaras analógicas no había oportunidad para renegar de uno mismo; antes bien, nuestra peor imagen era la oportunidad única para sacar un buen chascarrillo que distrajera la triste atención a nuestros peores gestos (ojos en blanco, ojos cerrados, miradas “fuera de cuadro”, etc.). Hoy día ya no necesitamos aceptar una imagen espontánea y, aparentemente, natural; podemos repetirla y modificarla hasta que estemos conformes, o más o menos conformes. Por si fuera poco, al momento de compartirla en una red social, nos ofrecen sobrados recursos para mejorar cualquier minucia que nos tenga incómodos. Tal vez esta característica sea inherente al concepto selfie y debiera figurar en su definición: la selfie es el espacio pictórico para narrarnos caprichosamente a nosotros mismos con sólo un disparo.
Sin embargo, algunas revistas de psicología clínica han acuñado el término “dismorfia Snapchat” para designar la experiencia de inseguridad que tienen cada vez más personas respecto a su propia imagen –¡vaya paradoja: en cuanto más oportunidades tengo de modificar mi imagen, ¡más inseguro me siento! –. Puesto que hay una irreductible distancia entre nuestras selfies preferidas –las que seguramente fueron compartidas en el ciberespacio– y la imagen que vemos en el espejo, los problemas comienzan cuando la autoestima se ve dañada por el impacto que genera esa misma distancia que el sujeto intenta desaparecer mediante intervenciones quirúrgicas, severas dietas, etcétera. El riesgo, por supuesto, es que tales autorrechazos provoquen un detrimento funcional y culminen con intentos suicidas.
Ante este problema, la reacción a la mano es condenar a las selfies y los juicios triviales que de ellas esperamos o hacemos en las redes sociales, todo ello a favor de nuestra autoaceptación tal y “como somos”. Sin embargo, esos juicios “triviales” ya están inscritos en los propios algoritmos digitales: ¿no ocurre que, cuando nos enfocamos con la cámara, automáticamente aparecemos en la pantalla más delgados, con rasgos más “finos”, más blancos y sin “imperfecciones”? ¿Y si la atracción última hacia estos dispositivos consiste justamente en eso, en que nos prometen una imagen de nosotros mismos que de otra manera no podríamos obtener?
Aquí se muestra una de las enseñanzas del psicoanálisis: nuestro deseo nunca es propio; nuestro deseo es el deseo del otro. Esto debe leerse en todos los sentidos posibles: deseo por el otro, por poseerlo; deseo por agradarle al otro, pero también deseo de lo que el otro desea (aquí está, por ejemplo, la raíz de la envidia). Así que el problema no termina cuando tildamos de frívolas a las selfies. El tomar selfies compulsivamente es un síntoma de nuestra estructura mental y social; renegar de ello es querer tapar el sol con un dedo.
