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LO COMÚN

Ernesto Castillo

Ernesto Castillo

Ernesto Castillo, Licenciado y maestro en Filosofía con mención honorífica por la UNAM. Es especialista en Filosofía contemporánea.

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Procrastinación, un síntoma de nuestro tiempo

Ahora que las interacciones en el ciberespacio han aumentado superlativamente, es importante preguntarnos cuánto de ese tiempo que pasamos conectados es realmente significativo, esto es, que genera un aporte sociosimbólico (educativo, emocional, amistoso, auxiliador para alguien en aprietos, etc.). Si bien la tentación más común es valorar nuestro tiempo con arreglo al resultado económico (productivo-improductivo), mirarlo con ojos sociales puede llevarnos algunas sorpresas. Veamos:

Nuestras relaciones sociales se rigen mayormente por el intercambio simbólico. Diario intentamos responder a compromisos con los demás, y de ello esperamos algún beneficio. Esto va desde los gestos de cortesía (saludar, agradecer) hasta los asuntos laborales. Sin embargo, cada vez más nos vemos inmersos en largas cadenas de actos sin significado, acciones que no conducen a generar o mantener relaciones sociales pero que tampoco son “productivas”. Este es el reino de la procrastinación.

La procrastinación podría definirse como el aplazamiento compulsivo de tareas pendientes en favor de acciones improductivas y efímeramente satisfactorias. Mientras el conjunto de acciones “productivas” están integradas en un entramado de responsabilidades y resultados que son socialmente conocidos (el estudio, el trabajo, la convivencia, etcétera), los actos procrastinatorios son actos vacíos que no cumplen con nada ni tienen alguna retribución simbólica o material.

Los actos procrastinatorios son compulsiones afectivas. El realizador busca una y otra vez una retribución placentera que pierde al mismo tiempo que la consigue. Mientras participa en un breve videojuego, se divierte, pero esa diversión se le esfuma como agua entre los dedos. Al final del día, esas acciones, evasivas de las auténticas obligaciones, nunca generan nada palpable.

Hoy en día es más fácil encontrar medios para procrastinar. Tenemos el teléfono celular todo el día y, entre tantas aplicaciones y plataformas de interacción social, siempre hay un “pendiente” antes de los verdaderos pendientes (“Sólo respondo este tuit y ya…”, “Nada más consulto las noticias y empiezo”, “Pongo mi música favorita para empezar a trabajar” …). Pero ¿qué es lo que nos impele a procrastinar?

La procrastinación es la búsqueda de sentido mediante actos sin sentido, actos vacíos que están fuera de un entramado simbólico de la interacción social. De lo que se trata con los actos procrastinatorios es de encontrar placer que no hay en la realización de las auténticas obligaciones. Aquí se encuentra una distinción respecto al tradicional ocio: en éste, las obligaciones han sido realizadas, y queda un espacio indeterminado para emplear; la procrastinación es la evitación compulsiva por emprender tales obligaciones.

 Pareciera que en la actualidad cumplir con nuestras obligaciones es necesario, pero es poco significativo. No genera una sensación de integración social, y por ello las aplazamos mediante compulsiones que buscan llenar esa insatisfacción. Es importante mirar este fenómeno social como un síntoma del aislamiento y atomización en la que nos encontramos; cumplimos con los deberes, pero no hay algo así como sensación de identificación afectiva en el entramado de esas obligaciones. Ante esta atmósfera de sin-sentido, ¿podremos establecer nuevas maneras de interacción sociosimbólica, o estamos condenados a procrastinar para sobrellevar nuestras obligaciones? Si es que podemos, ¿qué hace falta cambiar?

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