No sería exagerado decir que la historia del hombre puede definirse como el intento permanente de separarse de la parte animal que hay en él. A esa separación le hemos llamado “civilización” –piénsese en la tradicional oposición entre lo propiamente educado y lo salvaje o silvestre que se intenta domesticar–.
En el pasado la religión otorgaba el marco para establecer tal separación; hoy ese lugar lo ocupa la Ciencia. Cuando, aun hoy, nos preguntamos por lo humano –como en las discusiones sobre la interrupción legal del embarazo–, inmediatamente consultamos lo que la Ciencia tiene que decirnos (¿en qué etapa un feto aún no se distingue del resto de los animales?, ¿cuándo empieza a sentir?, etcétera).
El hombre contemporáneo vive hoy por hoy un conflicto, en su propio núcleo, con lo animal; al mismo tiempo que se le reconoce un estatuto inherente a lo humano (como lo hacen las ciencias médicas, el psicoanálisis o el arte contemporáneo), se le controla y aparta. La vida se mide, regula, transforma, investiga, se le otorgan y quitan derechos. A esta relación con la vida se le conoce en nuestro presente como biopolítica.
Las consecuencias de este conflicto de ninguna manera son inocentes o inocuas. En la propia lucha con lo animal se decide la propia vida humana. El ejemplo por excelencia de esto lo encontramos en la figura del estado de excepción que albergan las Constituciones occidentales: al ser humano se le otorgan derechos (derechos humanos), pero también se le pueden quitar en nombre de la preservación de esos propios derechos, relegándolo con ello a una vida más, una vida anónima en donde vale lo mismo que un animal. Sin esta regla no se pueden pensar los campos de concentración, incluso hoy.
Otra consecuencia de esta disputa con lo animal –una consecuencia que ya no es jurídica sino ecológica– la encontramos en las actuales consecuencias climáticas (pandemia incluida): en la obstinación por mercantilizar a la vida, por someterla a cálculo e intercambio, el planeta es cada vez menos habitable para todos. Pareciera que vivimos en un momento en que sólo podrá salvarse o mantenerse seguro quien de más recursos disponga.
Pensar por los derechos animales no es, por tanto, un acto de bonhomía o condescendencia humanas. Pensar sobre el estatuto de validez incondicional de lo animal es pensar sobre la propia relación del hombre consigo mismo. En la medida en que no estemos dispuestos a reconocer un valor en sí mismo de lo animal, la propia vida humana quedará decidida por los caprichos del mercado o del poder soberano.