Ya es hora de reconocer que la pandemia ha marcado un parteaguas en nuestra vida individual y social. No vamos a regresar a la vida que teníamos, incluso si los riesgos de contagio quedan reducidos a su mínima posibilidad. Este cambio se debe a diversos factores compartidos: hemos tenido pérdidas de vidas tanto de personas cercanas como de figuras públicas; la confianza en la interacción social se ha tambaleado (besos y abrazos se han alejado); diversas formas de comercio están desapareciendo, mientras otras se han transformado, y la lección sobre las consecuencias de lo que hacemos con el planeta es insoslayable para los ojos científicos (de donde el negacionismo no es más que una reacción ingenua). No es posible volver a la vida de antes del 2020.
Estamos presenciando un mundo confuso e incierto para el que faltan palabras. Este acontecimiento pone en relieve un fenómeno social que ha operado en este siglo y se avivará aún más: la melancolía. Veamos:
En la clínica el concepto de melancolía es caduco. Ahora se emplea el concepto de depresión para designar diferentes niveles de tristeza acompañada de síntomas fisiológicos, cognitivos y sociales. Sin embargo, filosófica y psicoanalíticamente el concepto hace referencia a la consciencia vaga de una pérdida irreversible que no podemos articular del todo. Es probable que en los últimos años hayamos tenido la sensación de que “las cosas ya no son como antes”: algunas golosinas (pastelillos, refrescos) ya no saben cómo en nuestra niñez; festejos sociales (Día de Muertos, posadas) ya no se llevan a cabo con una tradición con la que crecimos; la obsolescencia programada imposibilita que nuestros aparatos formen un patrimonio como el de nuestros abuelos; los sucesos políticos actuales ya no parecen ser acontecimientos definitorios de un cambio como los que dan sentido a nuestro pasado, sino sólo una repetición de lo mismo.
En la melancolía tenemos la sensación de pérdida, pero no somos capaces de ponerle nombre, de tener claridad sobre lo perdido y la imposibilidad de recuperarlo. Aunque podemos acceder al objeto (una celebración, una golosina, etc.), el sentimiento de satisfacción ya no es el de antes y queda esa nostalgia del pasado. Es aquí cuando la terapia psicoanalítica o la Filosofía toman un lugar central.
En el aspecto negativo de la melancolía, estamos atrapados en una nostalgia que nos impele una y otra vez a volver a ese pasado, a partir de donde buscamos objetos o proyectos políticos que nos prometan tal regreso (por ejemplo: el consumo retro, los “reencuentros” de bandas musicales del siglo pasado, o los populismos que nos hablan de recuperar los años dorados de un país). No es fácil entender el carácter ilusorio y embustero de tales promesas, y sí es muy fácil sucumbir a una narrativa coherente que nos dé cuenta de cómo se perdió esa “integridad” y cómo debería ser recuperada. Por el lado positivo, asimismo, la melancolía es la antesala de la consciencia de la pérdida irreversible, y de la necesidad de encontrar maneras novedosas y creativas para encarar esta incertidumbre en la que nos encontramos.
