No cabe duda que los meses se nos han ido como agua. Pareciera que apenas hace dos semanas nos enterábamos que no habría fiesta guadalupana, y que este fin de semana planeamos las cenas de fin de año. Son más las expectativas que ponemos en pequeños momentos que su durabilidad una vez que llegan. Es más, nos ocurre lo que, en la mitología griega, le pasó a Tántalo: castigado en el lago del Inframundo, cada vez que se acercaba a un fruto para saciar su hambre, éste se alejaba, y cuando Tántalo cejaba en el intento, entonces el fruto volvía a su sitio… ¿acaso no hoy todos somos Tántalo? Cuando con deseo proyectamos una fecha o un periodo de tiempo, una vez que nos aceramos a él se aleja lo proyectado, nunca del todo se concreta, y cuando nos damos cuenta ya hemos perdido el momento; nunca lo poseemos del todo; se nos va. Tal vez nosotros estemos peor que el hijo de Zeus: el fruto regresa a su sitio, pero el tiempo no…
Esta evaporación del tiempo es la regla de nuestra época. Por un lado, tenemos el tiempo público, aquel que medimos con instrumentos objetivos y compartidos: el reloj, el calendario, etc. Este tiempo es el mismo de siempre; una hora no dura menos minutos que antes, ni éstos menos segundos. Pero estamos abiertos a un tiempo que no se rige por medidas: el de la experiencia subjetiva. Aquí es donde se juega nuestra percepción de lo rápido o lento que pasa el tiempo público. Lo que actualmente ocurre es que proyectamos y medimos nuestro tiempo en razón a las experiencias que tenemos y la impronta que dejan en nosotros; por ejemplo, esperamos que diciembre sea un mes intenso y rico por las fiestas y convivencias que nos aguardan, pero conforme pasan los días no logramos incorporar cada una de esas experiencias en un marco estable: cuando ocurre un festejo, ya nos espera otro, hasta que se termina el mes. Las huellas de cada momento no duran lo suficiente. Y una vez que empieza enero, las necesidades de un año nuevo no nos permiten hacer una especie de remembranza de lo que vivimos; en ningún momento queda incorporado en nuestro recuerdo. Nos encontramos, pues, en un río de intensidades que se transfiguran al paso de nuestras experiencias.
Lo que explica, entonces, que el tiempo “se nos pase” rápido es el ritmo de esas experiencias. Y esas experiencias hoy en día están insertas en el terreno de la comunicación global. Nuestra experiencia del tiempo corre al ritmo de las novedades con las que nos encontramos a cada rato, y nunca logramos del todo incorporar o retener por mucho tiempo los momentos significativos que esperábamos. Esta relación abierta con las tecnologías explica que nuestra percepción del tiempo sea que se va más rápido que antes, aunque el tiempo objetivo sigue siendo el mismo.
Una consecuencia palpable de esto la tenemos en nuestra vida cotidiana: olvidamos con demasiada facilidad. Pensemos en las noticias de gran impacto de las que nos enteramos: olvidamos prontamente decisiones importantes que se tomaron a nivel país, catástrofes colectivas, decesos de personajes públicos… Esto, naturalmente, es usado políticamente, y en un periodo electoral se verá: las campañas versarán, sin más, en el aquí y ahora. Si se habla del pasado, será la lectura del pasado de ese momento, sin que se incorpore a una narrativa más estable. Nuestra memoria y concepción del tiempo se rige a la velocidad de la comunicación global. Nuestra concepción del tiempo baila al son de los medios masivos.