Por mucho tiempo, diciembre ha estado enmarcado por dos experiencias opuestas que compiten entre sí: por un lado, es el mes de las nostalgias; es cuando aromas, sabores, colores y bajas temperaturas nos traen al presente antiguas experiencias de convivencia, expectativas y sueños que creíamos haber dejado atrás, o que incluso desconocíamos. Por otro lado, diciembre se ha distinguido por ser un mes de fiestas y comilonas que nos distraen de esas mismas nostalgias y tristezas, o que intentan revivir ese pasado añorado. Sin embargo, este año se suma algo nuevo: primero, tal vez no haya tantas celebraciones como pensamos –salvo que decidamos ponernos en riesgo, por supuesto–. Segundo, deseamos que el 2020 termine; parece que tal simetría en los números no es sino la insignia de una maldición realizada que quedará grabada por el resto de nuestra vida. Con todo y los azotes de este año, aún conservamos el pensamiento mágico de que un año nuevo es un nuevo comienzo, como si de formatear la realidad se tratara…
La expresión “pensamiento mágico” tiene hoy día una connotación negativa por excelencia. Si uno busca acepciones de ella en la red, encontramos diversas definiciones que coinciden en que ese término designa una relación falaz de causas y efectos más bien apoyada en las emociones que en la razón –la psicología cognitiva, por ejemplo, lo describe como síntoma de un cuadro psicótico–. En nuestra era de veloz y omnímodo dominio por parte de la ciencia, amplio desarrollo tecnológico y un ubicuo “nihilismo” (parece que ya nadie tiene auténticas creencias religiosas al mismo tiempo que ya nadie ama auténticamente ni se entrega a ideales por encima de sus intereses individuales), se nos muestra como ridículo y patológico el que invoquemos alguna suerte de intervención milagrosa que redima nuestras presentes penas.
El problema no es rechazar los pensamientos falaces –muchas veces animados por nuestras tristezas, angustias, alegrías–, sino engañarnos creyendo que al hacerlo renunciamos a todo tipo de “pensamiento mágico” en favor de la razón y el proceder científico. Mientras celebramos la efectividad de la tecnología, sucumbimos a las promesas de los productos milagro; mientras lamentamos o celebramos “el fin de las ideologías” o los ideales colectivos, abrazamos promesas de regresar a un pasado perdido (como lo proclaman nacionalismos y populismos); mientras nos declaramos como defensores de la ciencia sobre cualquier explicación de corte sobrenatural, somos hechizados en el ciberespacio por imágenes trucadas de animales o fenómenos naturales “nunca antes vistos”…
No, no se trata de elegir decantarnos sobre un único aspecto de nuestra compleja y desconocida mente (intuición/emoción versus razón); tampoco se trata de buscar un término medio que concilie, “mitad y mitad”, nuestras emociones con la información dura empíricamente comprobada. Muchas de las calamidades que hoy padecemos –y que nadie vendrá a resolvernos– en lo ambiental, político, económico, etc., se deben justo a los extremos: confiamos demasiado en la ciencia que nos atrevemos a manipularlo todo; confiamos tanto en nuestras intuiciones, que esperamos que alguien venga a salvarnos mientras gozamos en victimizarnos. Tal vez el auténtico “milagro” no esté en alguna intervención sobrenatural, sino en tener el coraje de redefinir la manera como nos relacionamos entre nosotros y nuestro ambiente. Tal vez los buenos deseos deberían transformarse en buenos cuestionamientos.
