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No es lo mismo invocar al diablo que tenerlo enfrente

por | Feb 3, 2022

Quién no tuvo una niñez llena de demonios bajo la cama y brujas que deambulaban en nuestros sueños. Recuerdo que la infancia en mi barrio era colorida, como las navidades con foquitos y posadas. La niñez en mi colonia valía la pena, incluso con los peligros que implicaba. Como aquella mujer de aspecto lastimoso que provocaba terror en todos los chavitos.

Su maquillaje sobrecargado y ese peinado estrafalario lleno de plastas que le ganó el apodo de Alcachofa. No sabíamos nada de su vida, pero tantas leyendas urbanas sobre ella terminaron por asustarnos. Alguien nos contó que se decía que doña Alchofa había matado a su hijo en un ritual satánico y que pasó media vida en las Islas Marías, de donde escapó con la ayuda de algún demonio. Y que su misión en la vida era conseguir nuevas víctimas para volverlos zombis a su servicio. 

Incluso había quien juraba que tenía varios niños mutantes encerrados en el sótano de su casona. Y por las noches, esos chamacos lloraban de una manera espeluznante. Nosotros, mis amigos y yo, temíamos que aquello fuera verdad. Y nunca, pero jamás de los nuncas, pasábamos por su calle en las noches. 

Y aunque era tremendo el miedo que sentíamos al ver a aquella “bruja” murmurando por el barrio, no perdíamos oportunidad para hacerle maldades: como aventarle cuetes o gritarle tonterías. Y ella nos respondía con barbaridades que a nosotros nos parecían embrujos en una lengua extraña. Claro, la molestábamos porque nos daba valor que andábamos en palomilla, pero cuando íbamos solos y nos cruzábamos en su camino, nos cambiábamos de acera. 

Pero a todo condenado le llega su hora. Y así me sucedió aquel diciembre: al dar la vuelta me topé con la Alcachofa y casi choqué con ella. Sin levantar la mirada la reconocí por el roído abrigo que usaba. Alcé la cara y me encontré con su absurdo maquillaje. Ella me lanzó ojos de fuego. Yo me quedé inmóvil unos segundos. 

Es que no es lo mismo invocar al demonio que verlo aproximarse. Doña Alcachofa gruñó algo, yo no quise averiguar su traducción y me di la vuelta para pegar la carrera. Ella estiró su garra, bueno, su brazo que a mí me pareció maquiavélico. Pescó mi sudadera que para mí fortuna llevaba abierta con el cierre abierto, así que jalé con fuerza y de volada estaba fuera de su alcance. Me detuve hasta llegar a la farmacia. Una vez a salvo, lamenté que se hubiera quedado con mi prenda favorita, aunque al menos yo había salvado mi vida.

Esa noche tuve pesadillas y me vi encerrado en el sótano de la Alcachofa, a merced de pequeños mutantes. Y a la mañana siguiente, que era sábado, me sentía extraño en la calle, como si ella me vigilara a través de algún hechizo. Para colmo de males, cuando me mandaron por las tortillas allí estaba la “malvada” mujer echándose un taco de sal. Tuve que esperar un rato a que se marchara para cumplir con el encargo de mi jefa. 

Ya cerca del anochecer, mientras jugaba futbol con mis cuates en la calle, doña macabra se sentó en la esquina. Ya era mucha coincidencia, pensé y no pude evitar algún escalofrío. Si ya tenía una prenda mía, aquella hechicera bien podía hacerme algún embrujo. Mejor me despedí de mis amigos, “ahí muere”, y me fui a mi casa. 

Antes de entrar, noté que la Alcachofa me seguía con la mirada. Sentí pavor y ganas de contarle a mi madre, pero seguro me iba a poner una chinga por perder la ropa. Esa noche, antes de dormir me asomé por la ventana y para mi alivio la bruja aquella no estaba cerca. Como sea, tampoco dormí bien y volví a soñar con brujas con patas de guajolote y no sé cuántas jaladas.   

Al otro día, al salir a la tienda, fuera de casa había un bulto extraño en una bolsa de papel. En la madre, salté sobre él objeto y deduje que mejor ni tocarlo. Fui en chinga por el mandado de mi jefa y hasta se me olvidó el cambio. 

Cuando volví a mi casa, el paquete ya no estaba en el escalón de la puerta. Qué raro. Pero cuando entré, mi madre ya me esperaba con mi sudadera en la mano: “Me quieres decir que chingados hacía tu chamarra allá afuera”. No supe qué decir, pero sentí alivio de que no hubiera un gato negro con cabeza de cuervo en aquella bolsa. 

Entonces comprendí que doña Alcachofa sólo rondaba mi casa para devolverme mi sudadera. Eso sí, nunca más volví a ponerme aquella prenda. No fuera a ser que yo también enloqueciera o me convirtiera en una criatura diabólica al séptimo día. En cambio, ella estrenó bufanda aquel invierno: eran unos metros de escarcha navideña, lo que le daba un aire más estrafalario.

Claro que la Alcachofa no era bruja, ni tenía un ejército de niños zombis y tampoco nos quería robar para hacer maleficios en su sótano. Aquella mujer sólo carecía de un tornillo en la cabeza y su hámster era esquizofrénico. Ni su casa estaba maldita, pero el jardín descuidado y la fachada maltrecha por los años nos parecían una escenografía de terror. 

Si además le agregamos la docena de gatos que habitaban allí, teníamos los ingredientes fantásticos para intoxicar nuestros miedos. Y cuando eres niño temes hasta a los payasos mal maquillados y crees las cosas más absurdas, como la historia del vecino que juraba que el libanés de la nueva papelería en realidad era un infiltrado extraterrestre y que usaba ese gorrito extraño en la cabeza “para estar en contacto con los marcianos”. 

Por si las dudas, nosotros mejor seguíamos yendo a la papelería de doña Ruth, aunque estuviera más lejos. No fuera a ser la de malas y una nave alienígena viniera a abducirnos mientras comprábamos una monografía de los héroes que nos dieron patria. 

Éramos unos chamacos que leían muchas historias fantásticas, como bien resume Dante Guerra: “La imaginación nos bastaba/ para ganar batallas campales/ ante los bárbaros de la otra cuadra./ Las bajas se contaban por pares:/ el ñoñazo de lentes y pelo engominado/ que se raspaba las rodillas y lloraba;/ y ‘El Toficos’ que corría despavorido/ cuando su madre neurótica/ le llamaba a gritos por la ventana./ La imaginación nos alcanzaba/ para pintar una enorme portería/ en aquella pared del vecindario./ La imaginación era suficiente/ para levantar la Copa del Mundo/ de los que nunca serán cracks/ en el corazón de las chicas más guapas”.

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